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Flamenco y Toros / Materiales para un coloquio
24 noviembre 2020 – 02:25h
Sala Sandaru (CC Parc Sandaru)


El diestro sevillano Joselito ‘El Gallo’

Abrimos aquí una ventana para compartir con todos vosotros el material que nos sirva para orientar el coloquio que el próximo jueves 3 de diciembre celebraremos en torno al tema de lo flamenco y lo taurino y que bajo el título «La afición: toros, flamencos y policía de espectáculos» conducirán los ponentes
Pedro G. Romero y Antonio Pradel.

Para empezar os dejamos un texto del propio Pedro G. Romero que es solo un punto y seguido, un punto de partida, unas líneas para adentrarnos en la temática.

En los próximos días iremos sumando contenidos y referencias para incitar al debate desde una perspectiva abierta y exenta de prejuicios. Asimismo, os recordamos que podéis encontrar todo este material e interactuar con él en nuestros diferentes perfiles en RRSS (Facebook, Instagram, Twitter, Youtube…etc…)


La bailaora malagueña Trinidad Huertas «La Cuenca» simula la suerte de banderillas.

Texto que nos sirve Pedro G. Romero para orientar el coloquio  «La afición: toros, flamencos y policía de espectáculos» que él mismo y Antonio Pradel protagonizaran en la Sala Sandaru de Barcelona el jueves 3 de diciembre de 2020.

 

 

LA AFICIÓN: TOROS, FLAMENCOS Y POLICÍA DE ESPECTÁCULOS

Los flamencos, antes que un cante o un baile determinados fueron un grupo humano, el nombre que se daba a cierta afición, gitana, agitanada y gitanista -de hecho flamenco y gitano eran sinónimos en el argot-, herederos, en cierta manera, de los jaques del siglo XVII y de los majos del siglo XVIII, también anuncio de la bohemia –igualmente palabra sinónima de gitano-. Entre las cualidades de este grupo, a la postre, los flamencos, estaban el compartir el seguimiento de la fiesta de los toros, partidarios de matadores y ganaderías, ser particulares en la formas de hablar, vestir y vivir, gentes que primero celebraban las ferias y fiestas taurinas con unas músicas particulares tomadas del panorama culto y popular, desde jotas y fandangos hasta cañas y boleros, y que, con el paso del tiempo, lograron ser un grupo o élite de gusto, lo que les permitió una cierta autonomía, una estética propia desde la que reelaborar formas y maneras, que darían carta cabal a lo que entendemos hoy por músicas flamencas, por bailes flamencos.

Stuart Hall nos ha brindado en Rituales de resistencia herramientas singulares para entender estas subculturas urbanas, como funcionan los préstamos sociales, políticos y estéticos que finalmente dibujan un campo propio, un lugar desde el que operar como grupo, comunidad que  identifica y desidentifica a la vez. Comunidad inconfesable: españoles, andaluces, gitanos, etc., la trampa identitaria fracasa siempre puesto que el flamenco es una traza y no un lugar, un mote, sobrenombre o apelativo móvil, siempre cambiante, trans.

Por esto mismo, esa comunidad de origen entre toros, cantes y bailes, fiestas de Semana Santa y romerías incluidos, es importante para entender las singularidades del flamenco, claves a tener en cuenta cuando se atisba una poética, un modo de hacer propio del flamenco donde no bastan ya sólo las consideraciones musicales (ritmos, palos, instrumentos, etc.) ni las mudanzas coreográficas (boleras, españolas, gitanas, etc.). Entender esa comunión primera de la afición, taurinos y flamencos, sirve también, por ejemplo, para replantear qué significa flamenco como «forma de vida». El giro etnográfico que se da en las artes desde los años sesenta nos lleva a pensar en modos sociales propios del vivir gitano o del llamado lumpen-proletariado para entender las cualidades humanas, maneras de vivir que cristalizan en el flamenco. Pero no es suficiente, ese reduccionismo etnográfico o sociológico no es suficiente para entender cómo cristaliza el vivir en un hecho artístico, una forma, una existencia distinguida.

La “forma de ser” es un apelativo usado por el poeta José Bergamín para describir la vida particular de artistas, flamencos y gitanos. Bergamín lo toma de Rafael El Gallo, unas veces, otras se lo atribuye a Joselito. También a Caracol o a Manolete. Manuel Chaves Nogales lo dijo antes en su Belmonte, “se torea como se es”, algo, sin embargo, completamente ajeno a lo que entendemos como personalidad, carácter o destino. Georges Didi-Huberman ha puesto esta expresión, “forma de ser”, en relación con lo que Giorgio Agamben, amigo y fiel lector del poeta andaluz, llama forma-de-vida, una expresión donde conviven la “vida-artista” de Michel Foucault con el liebesform de Ludwig Wittgenstein. Pues bien, tamaño concepto nos sirve a nosotros para aproximarnos a un grupo de trabajos y artistas que viven en esta intercesión, firme y temblorosa a la vez, del flamenco, lo gitano, lo rom, lo gypsy, la bohemia, el lumpen, las clases peligrosas, la germanía, en fin, esa comunidad que produce, a la vez, los toros y el flamenco. No se trata sólo de la comunión de actividad  ni de los muchos trasvases familiares entre cantaores, matadores y bailaoras. Eso es una prueba, unas veces anecdótica y otras significativa, pero la relación va mucho más allá.

Claro, en muchos sentidos, esa configuración, esos modos de hacer, se han visto afectados por los contextos sociales en que estas formas de vida se producen y que a la vez producen. No se trata sólo de influencias musicales o coreográficas, desde la nueva «policía de espectáculos» de Jovellanos hasta las reivindicaciones animalistas de hoy día, pasando por la llegada de la ópera y la opereta, la lotería y el fútbol, el cine y la televisión, la migración y el turismo, las redes digitales y la performance, todo contribuye al matrimonio, y al divorcio también, ¡ay!, entre toros y flamencos.

 

 

 

MORENTE Y LOS TOROS
Antonio José Pradel Rico

Ilustración sonora de Currito de la Cruz. Tuvo su estreno en Sevilla en mayo del 92 con motivo de la Exposición Universal.
Currito de la Cruz, película muda que dirigieron Alejandro Pérez Lugín y Fernando Delgado en 1925.

“Para crear la banda sonora de Currito de la Cruz, Morente ha querido recoger la tradición musical del pueblo sevillano y andaluz…La composición de más de cuatro horas de música, se ha inspirado tanto en el cante flamenco de la época como en la tradición clásica española. Recopilaciones de don Antonio Chacón, La Niña de los Peines, Manuel Vallejo. Ambientes recogidos y grabados personalmente por Morente en la plaza de toros de la Maestranza y en las calles de Sevilla. Ambientes de la Semana Santa Sevillana de 1991, con voces en la calle, marchas, músicas, etc…». Podía leerse en el programa de mano de la obra.

De su estreno al público el 29 de mayo en el cine al aire libre de la Cartuja dio cuenta en una elogiosa y apasionada reseña Manuel Bohórquez:

“Enrique Morente le ha dado voz al silencio. El pasado viernes tuvimos la oportunidad de presenciar un acontecimiento que va a tener una gran importancia en la historia del flamenco…En lo que respecta a la música, Enrique Morente, creo que absolutamente consciente del valor documental de la película no se ha limitado a una mera ilustración de las escenas, logrando una banda sonora con momentos francamente apoteósicos, bellos y emotivos…Su voz tiene tal calidad que en muchos momentos cerramos los ojos para no perdernos ni uno solo de sus prodigiosos melismas. ¡Este cantaor es un verdadero genio!…”. Y concluía el crítico del Correo, valiente defensor de Morente durante toda su carrera profesional: “…Pese a la lluvia los aficionados aguantaron el chaparrón y la cosa terminó con el público en pie aplaudiendo un buen espectáculo: nada menos que dos horas de imágenes de la Sevilla que se nos fue, con música del más importante cantaor del momento” (todavía vivía Camarón) “y del músico más brillante desde los tiempos del gran Silverio hasta nuestros días… Morente le ha dado voz al silencio”, terminaba repitiendo el periodista sevillano.

 

CONTRA EL TÓPICO
Diego S. Garrocho
Texto extraído de la revista Minotauro, revista dirigida por Antonio Pradel, uno de los participantes en el coloquio que celebraremos en la Sala Sandaru el próximo 03/12/2020

Son muchas las señales que apuntan la convergencia entre la tauromaquia y el flamenco. Quizá demasiadas. Enumerar los lugares en los que la imaginería de la lidia y el universo simbólico del flamenco han coincidido sería una tarea imposible. Conceptos, tópicos, imágenes, paisajes, gestos y categorías de ambas artes se han sincopado hasta hacerse cuerpo en aquellos personajes que fueron toreros flamencos o que siendo cantaores, tocaores o bailaores, se arrojaron al arte de lidiar toros. Allá por los años treinta había incluso un cronista de La Fiesta Brava, semanario taurino editado en Barcelona, que gustaba de tildar con adjetivos flamencos a las propias reses. A fin de cuentas, la colección de anécdotas y casualidades que se entretejen entre lo taurino y lo flamenco podría enumerarse hasta la fatiga, recuperando, como tantas veces, lo mejor y lo peor de lo que somos.

Lo obvio no merece especial mención y existe un rasgo estético común entre estos dos mundos que tienden a emborronarse en cierto casticismo de otro tiempo. Pueden contarse incluso actitudes comunes que podrían predicarse de ambas artes. Hay relatos compartidos en los que cierto patetismo, la hondura, y hasta algunas disposiciones de vocación anímica como el temple, el mando y la soberanía podrían adjetivar al buen toreador y al buen flamenco, si es que tal cosa existe. Quizá por ello en los muros de la Venta Vargas convivan el retrato de Camarón con el de Manolete, aunque debiera matizarse tal “quizá”, pues la casualidad quiso que la proximidad entre ambos mundos fuera todavía más íntima y más estrecha: dicen que hasta 1935 aquel colmao (entonces Venta Eritaña) había sido propiedad de Perico El Tate, quien llegó a matar, precisamente en aquel año, dos novillos de Miura. Hay barrios como San Fernando y Triana que habrán de vincularse siempre a la historia de lo uno y de lo otro, al igual que hubo dinastías, como los Onofre en Córdoba, que sirvieron pródigamente a las dos artes.

Dos son los relatos originales por los que, tradicionalmente, trataron de reunirse los toros y el flamenco, y en ambos casos se intentó apresar con los hilos de la necesidad forzosa una juntura que merecería la pena interpretarse como meramente contingente. De una parte el discurso en torno al casticismo, que en una y otra dirección —pero sobre todo en una— intentó asimilar bajo el rubro del flamenquismo a los toros y cierta proyección andalucista de la identidad de lo español. Al contrario de lo que pudiera pensarse, esa vinculación fascinó más a los críticos del flamenquismo del 98, como Baroja, Maeztu o Azorín, que a los apologetas de la cosa. Sólo la Generación del 27 pudo aspirar a revertir la lacra ideológica con la que intentaron marcar la lidia y ciertas formas del cante jondo, y hubo, claro, contadas excepciones en aquel pulso. De hecho, a finales del siglo XIX el título “flamenquismo” solía tener un cariz eminentemente peyorativo y con la salvedad de Antonio Machado Álvarez, Demófilo, los círculos intelectuales solían resumir el mal de España en el cultivo y la atención del flamenco y la tauromaquia. La otra ligazón discursiva entre el flamenco y la tauromaquia, cuya legitimación fue algo más tardía y a veces servida por lengua extranjera, estuvo asistida por cierto vigor teórico y ha intentado retratar ambas expresiones artísticas con conceptos que con un trazo muy grueso podrían evidenciar una cierta inspiración tardo romántica y hasta nietzscheana. La tauromaquia cifrada como liturgia, el alcance mistérico del quejío, los ecos del mitraísmo, ciertas evocaciones trágico-dionisíacas del lance taurino y del cante jondo, e incluso referencias subversivas —el flamenco y el matador encarnan contravalores—, quisieron legitimar, y todavía hoy lo hacen, bajo cierto terribilismo culterano lo que, en principio, podría defenderse solo. Pobre es el arte que requiere de la legitimación del discurso. La ferocidad del lance y de la vida, algunas remisiones a lo orgánico e imágenes tan manidas como el desgarro son notas comunes en este intento más contemporáneo de recrear un cierto tipismo de lo español sin nombrarlo. Son, en justicia, referencias que aunque aspiran a operar cierta disrupción siguen afianzándose en una compresión próxima a la que Kant ejerciera con respecto a lo sublime. Es ahí donde convergen categorías como lo grande, lo oscuro y lo trágico; y es que, recordemos, para el de Köningsberg ­—así lo advierte en su Antropología— el español que recoge su cosecha entre cantos y danzas (estaría él ahí para verlo) es de un espíritu romántico como demuestran las corridas de toros.

Nada une más que un enemigo común y parece evidente que uno de los patrimonios comunes del flamenco y los toros han sido sus críticos. La mala ventura quiso que el flamenquismo —que para Benavente no sería más que un derivado de las corridas de toros— se interpretara a finales del siglo XIX como un destilado esencial de lo español, si por tal entendemos un cierto irracionalismo de querencia andalucista. La ecuación, forzada y falaz, como recuerda Ramón Solís, partía del ejercicio de resistencia antifrancesa que en Cádiz operaban las letras de palos originalmente festeros (cantiñas y alegrías), que quisieron oponer resistencia a la ocupación napoleónica a principios de aquel siglo. Habrá de recordarse que aquellas letras que luego cobraron la hondura y tragedia de otros palos, como la seguiriya, no intentaban defender la oscuridad de aquella España borbónica, sino esa otra posibilidad, para siempre perdida y sólo a veces añorada, que latió durante los escasos dos años en los que estuvo vigente la Constitución de 1812. Aquellas coplas fueron orgullosa y obstinadamente antifrancesas, pero no necesariamente apologéticas de ningún irracionalismo romántico. Sólo tardíamente, durante la Restauración, aquel tipismo sirvió para reconstruir una caricatura antiilustrada que situaría, como diría Maeztu, a los toros y al flamenco en el origen de todos los males de España. En un rapto de inequívoca ingenuidad, tiempo después, en una carta dirigida a Ortega, taurófilo y entendido, el vitoriano llegó a congratularse por haber desarticulado el ideal teórico del flamenquismo y los toros. Desconocía, naturalmente, todo lo que habría de venir después, pero en aquella circunstancia costó poco trazar una relación causal entre el desastre del 98, la afición por la lidia y el gusto por la soleá. El testimonio, casi delirante, de Eugenio Noel da cuenta de la tosquedad de aquella diagnosis en la que “los toros, las gitanas, las palmas y la botella de aguardiente habían herido, digamos, el tuétano de España”.

Los excesos de aquel antiflamenquismo tenían mucho de desprecio a la cultura popular, y es que el elitismo cultural sirvió de refugio para legitimar un verdadero discurso de clase. En el terreno puramente artístico, las aportaciones de toda la Generación del 27 y el universo inventado por Lorca hablan por sí mismos. La confrontación se hace aún más explícita en el terreno del ensayo; pasado el tiempo, hasta cierta izquierda cultural —opacada pertinentemente durante el franquismo— vino a subrayar la estrategia cultural supremacista del antiflamenquismo para reivindicar el valor no sólo artístico, sino incluso revolucionario y disruptivo del flamenco y los toros. Para la historia queda Andalucía, su comunismo y su cante jondo de los hermanos Caba (1933). No es improbable que, ciertamente, detrás del desprecio histerizante de algunos autores como Noel latiese un cierto prejuicio de clase, como el que explícitamente evidencia, por ejemplo, con respecto a los gitanos a los que denominara “esa raza vagabunda”. Ciertamente, uno de los rasgos más comunes, tanto del toreo como del flamenco, es su potencial no sólo igualador, sino incluso subversivo. La lidia contemporánea nació por mano de un humilde zapatero que con su valor alcanzó a concitar el respeto de los maestrantes de Ronda en el siglo XVIII. Francisco Romero inauguró el empeño a pie y revolucionó lo que hasta entonces era un ejercicio privativo de aristócratas montados a caballo. El tópico de las cornadas del hambre, presente hasta la posguerra española, emparenta dos imágenes cabalmente análogas que evidencian la condición marginal del flamenco y del toreo. Los niños gitanos que deambulaban descalzos por las ventas cantando al plato o aquellos torerillos famélicos que abrían la capa al final de la faena para recoger las monedas que les arrojaba el público representan la misma España doliente y miserable que, sin embargo, alcanzó a fascinar a cierta aristocracia. Frente a las dinastías nobiliarias, cuyo nombre y lustre nacieron hace demasiado tiempo al abrigo de antiguas gestas de guerra, tanto el flamenco como el toreo han sido disciplinas especialmente proclives a la génesis de nuevas dinastías. Con una salvedad, eso sí: que la virtud en una y en otra lid están al alcance de aquel que quiera conquistarla por méritos propios. Hay algo parecido, dirá el pequeño de los Machado por boca de su Juan de Mairena, entre la arrogancia del artista flamenco y la pulsión heroica del matador.

Andado el tiempo, la vindicación subversivo-revolucionaria del flamenquismo y los toros ha intentado recuperar aquella veta más o menos nietzscheana para insistir en el esencialismo de una yuxtaposición simbólica y cultural que podría resultar más azarosa de lo que muchos han querido referir (el bandolero tendrá un protagonismo específico hasta en Bandidos, de Eric Hobsbawm). Esta mirada algo ingenua, arrobada y fascinada, de trazas romanticistas, entronca cabalmente con un tipismo extranjero que encontró, y seguirá encontrando, nuevos referentes en cada generación: Mérimée, Hemingway, Brenan… Ese relato viajero que asomó la vista algo impúdica, generalmente desde los Pirineos, fue perdiendo ingenuidad y ganando sofisticación hasta alcanzar un terribilismo icónico en figuras como Georges Bataille, Michel Leiris o incluso Roland Barthes. Los chicos malos de la filosofía del siglo XX quisieron reconocer en el matador y en el flamenco la encarnación cuasi salvaje, indómita, dionisíaca y subversiva de un Übermensch que aspiraba a realizar cierta revolución que comenzaría, claro, por su dimensión estética. A partir de ahí, el flamenco y el toreo corrieron, naturalmente, suertes desiguales en los círculos intelectuales. Al tiempo que el flamenco se vindicó como una expresión artística altercanonista en la que el cultivo de cierta heterodoxia aspiró a convertirse en norma a partir del 75 (con La Leyenda del tiempo de Camarón y, tiempo después, el celebrado hasta la extenuación Omega de Enrique Morente), la tauromaquia, pero sobre todo sus relatos y dispositivos culturales adyacentes, parecen haberse quedado detenidos. Allí donde una Rosalía se atreve hoy, y con gran tino por cierto, a conciliar a La Niña de los Peines con el trap y su estética urbana, la tauromaquia insiste en detener el tiempo, y en cada intento por actualizarse parece evidenciar una torpeza genética, casi inoportuna. Cada vez que la industria tauromáquica quiere modernizarse balbucea como aquel padre desorientado que, impostando una jerga juvenil, aspira artificialmente a ganar una ridícula complicidad del hijo. Quizá sea en esa distancia donde se desvele su dimensión absolutamente intempestiva, es decir, ajena a la circunstancia y el tiempo del toreo. Si ha de ser Nietzsche, que lo sea hasta el final.

Sea como fuere, parece evidente que la juntura establecida entre la tauromaquia y el toreo puede y debe problematizarse hasta desvelar su dimensión contingente. Al menos podría merecer la pena ensayar una nueva comprensión en la que estas dos expresiones artísticas renunciasen a su proximidad y acogieran una emancipación recíproca. El andalucismo, el gitanismo y cierto casticismo habrán de perseguir, ciertamente, más al flamenco que al toreo, puesto que tan taurófilo será el Guadalquivir como los montes de Azpeitia o el Cerro de San Cristóbal en Lima. La oportunidad y el espacio que abre la emancipación y la demolición del prejuicio podría habilitar nuevas formas de relación entre el toreo y otras artes. Esa ha sido, de hecho, una constante en la historia de la tauromaquia: el haberse proyectado inconscientemente como parteaguas o panóptico de tantas artes que han sentido una fascinación estética ante la verticalidad grácil del hombre que se enfrenta voluntariamente a la bestia astada. Desde tiempo inmemorial al toro se le pinta, se le canta, se le escribe y se le narra adelantando cada vez una nueva interpretación posible de esa verdad que es común a todas las artes. Y en lo que el arte tiene de signo valdrá la pena atender no a la materialidad del significante, sino que, tal vez, debamos concentrar la mirada en ese lugar común hacia el que apunta todo lo verdadero. Ahí se encuentran los toros y el flamenco, como las paralelas de Euclides. Se lo oí decir a un hombre sabio: son dos artes distintas a las que les pasa como al jazz, el boxeo y los negros. Por separado viven perfectamente, pero juntos conocen una belleza de difícil expresión y establecen un equilibrio perfecto.

 

DIEGO S. GARROCHO es profesor de Ética y Filosofía Política en la Universidad Autónoma de Madrid.

Aquí (clicando sobre la imagen) os dejamos el link de este artículo y de la revista «El Minotauro».  Para aquellos que estéis interesados, deciros que en este espacio digital podéis encontrar infinidad de contenidos relacionados con el mundo de la tauromaquia.

Contra el tópico

 

EL FIN DEL TOREO
Pedro G. Romero
Texto extraído de la revista digital «La Muy»

Hay muchos motivos por los que uno puede estar contra las corridas de toros. Rafael Sánchez Ferlosio, por ejemplo, describe en El Abyecto cómo desarrolló su propia fobia: un aficionado había utilizado a su hijo como paquete para introducir en la plaza decenas de rollos de papel higiénico y esperaba ansioso a que fallara el siempre polémico Curro Romero y lanzarle la vil tirolina. Se imaginaba Ferlosio al aficionado dedicando todo su día a preparar tan pequeña delincuencia y le pareció insoportable y ruin. La fiesta, así, ya no merecería la pena.

Clicar en la imagen para seguir leyendo

El fin del toreo

LA TEMPORALIDAD PRETEMPORAL

El escritor e historiador de arte venezolano LUIS PÉREZ-ORAMAS nos deja en nuestro Facebook una reflexión en torno a la temporalidad pretemporal como vínculo entre el Flamenco y la tauromaquia. 

Podéis encontrar el video en este link: https://fb.watch/1-RqGUvLZO/

 

EL MUNDO SUBLEVADO
Georges Didi-Huberman
Texto extraído de la revista Minotauro, revista dirigida por Antonio Pradel, uno de los participantes en el coloquio que celebraremos en la Sala Sandaru el próximo 03/12/2020

 

LA CORRIDA DE TOROS SUBLEVA AL MUNDO. Y ello, acaso, en todos los sentidos posibles del verbo sublevar, en todos los significados posibles del sustantivo mundo. ¿Qué sentidos y significados? Aristóteles pudo fundar la estética occidental sobre la simple, inicial constatación de que las artes de la mimesis dependen de paradigmas ampliamente heterogéneos, los cuales “difieren entre ellos de tres maneras: o bien imitan por medios diferentes, o bien imitan cosas diferentes, o bien imitan de una manera diferente”. Se inauguraba así toda una panoplia de posibilidades.

Habría que hacer el mismo tipo de distinción con palabras tales como mundo. No voy aquí a buscar el significado de mundo, como tantos filósofos lo han propuesto –JeanLuc Nancy, por ejemplo– o el significado de un supuesto “fin de mundo”, de una “mundialización” forzada, o quizás no sé de cuál generalización. No; voy a decir la cosa más simple de todas: que el mundo es una arena en la cual se enfrentan mundos opuestos. Pudiera entonces recomenzar a partir de esto: que existen el “gran mundo” y el “pequeño mundo”, el mundo del gran mundo o de la alta sociedad y el mundo del mundillo o de la gente menuda.

En ese sentido yo podría decir que una corrida ofrece la inversión exacta –el desmontaje político– de una cacería a caballo o, en general, de una partida de caza aristocrática. Es ese desmontaje lo que muestra Goya cuando graba en su Tauromaquia la irrupción, en la arena, de los toreros de a pie, por ejemplo Pedro Romero en el instante de la estocada (plancha XXX) o, a la inversa, Pepe-Hillo en el momento de su propia “desgraciada muerte” bajo los cuernos de la bestia (plancha XXXIII). El gran tratado publicado por el mismo Pepe-Hillo en 1786, Tauromaquia o Arte de torear, había teorizado, por así decir, esta inversión jerárquica: el pequeño mundo que, por su cuenta y riesgo, desciende a pie a la arena, lejos del gran mundo a caballo con sus jaurías de perros y sus lacayos uniformados. Se entiende que el gran mundo y los caballos no han abandonado nunca, hasta hoy, los ruedos (a pesar de padecer, como suele ocurrirles a menudo, la bronca carnavalesca del público). Pero se trata en verdad de un hombre menudo, solitario, un hombre del pequeño mundo quien, sobre la arena, en última instancia, viene a convertirse en el actor de la historia.

Se ha afirmado con frecuencia que la Tauromaquia de Goya fue grabada como una metáfora política en la que se invierte el grito de Los desastres de la guerra: sería con ello la metáfora –y aún más el anuncio en forma de performance estético– de las sublevaciones del pueblo. En la gran pintura El 3 de mayo en Madrid veíamos al pequeño pueblo derrumbado –los rostros escondidos en las manos– aniquilado en desesperanza ante los camaradas fusilados. Cuando Edouard Manet, sesenta años más tarde, pinta La ejecución del emperador Maximiliano, no mostrará ya al pequeño pueblo derribado, sino más bien acodado al muro del fusilamiento como si se tratase del estrado de un tribunal revolucionario, y esta situación es construída precisamente por Manet como una cita exacta de los espectadores representados por Goya en sus grabados de la Tauromaquia. La corrida de toros describe pues a un mundo en anillo –según el famoso análisis que ofreció Elias Canetti en Masa y Poder– que se constituye a través del rechazo hacia un mundo social al cual le da la espalda y contra el cual anticipa su sublevación.

En la corrida de toros se subleva, pues, un mundo. El gran mundo está siempre allí, por supuesto, en su rol de mecenazgo, o porque aquello está de moda, como aval cultural o de vanguardia estética: miren allí a Jean Cocteau, Picasso, Ava Gardner, Hemingway, Orson Welles… Miren al cronista mundano que se va a enorgullecer, esa misma tarde, de haber estado presente y de haber visto de cerca, en barrera, cómodamente sentado al lado de los notables, lo que el vulgum pecus, abrasado por el sol, no habrá visto sino de lejos. Pero también está allí el honesto cronista taurino que quiere, con pobres palabras tan precisas como sea posible, restituirle a todo el mundo cada inflexión, así fuese microscópica pero decisiva, de un gesto, un perfil, un cambio de ritmo, un manto de emoción, un instante de peligro, de bravura, de belleza. Están, en fin, todos aquellos a quienes se destina directamente, de corazón a corazón, el toreo, aquellos que vienen por gran afi ción, incluso si el costo del billete les traerá más de un problema a fi n de mes.

Se entiende que todos los problemas vitales tienen a la muerte por centro de atracción, por ojo de ciclón: este asunto, la muerte, que sabemos compartido con el mundo e íntimamente activo en cada uno de nosotros. En un texto admirable publicado en 1945 –pero que volvía como una reminiscencia sobre su viaje español de 1922– Georges Bataille quiso asociar la corrida de toros y el baile jondo en el plano de lo que él llamaba una cultura sabia de la muerte o una “cultura popular de la angustia”, antes de situarlos, políticamente, en algún lugar próximo a los campesinos anarquistas de Andalucía: “En las corridas la angustia está dirigida por una amenaza de muerte, suspendida sobre el torero. Cada detalle de la acción, por su precisión, su elegancia, su rareza, acentúa, reafirma o detiene la angustia. En ese sentido la multitud es a la acción del torero lo que el cuerpo del violín es al arco, caja de resonancia cuya sensibilidad está hecha de angustia común. […] Esta manera de reaccionar de un pueblo entero es el resultado de una auténtica cultura, evidentemente espontánea, de la angustia. Y esta cultura de la angustia, que distingue al pueblo español, no está exclusivamente vinculada a la tauromaquia. También se hace presente con ocasión de los cantos y los bailes. […] No existiría ni tauromaquia ni baile español si la existencia de la multitud no estuviese en un punto articulada por la angustia ante el deseo de lo imposible […] Y lo que más me atrae de esta cultura es que tal carácter es común, tanto a la multitud como al individuo. La cultura de la angustia sobre la cual he hablado, que ofrece una salida a la voluntad de lo imposible, es aquella que el pueblo se da a sí mismo. No se la enseña en las escuelas, no es privilegio de círculos intelectuales. […] Los movimientos políticos del proletariado no tienen por ello en España el mismo aspecto que en Inglaterra o en Francia. El proletariado agrícola pesa mucho más en España: los campesinos anarquistas de Andalucía se han sublevado numerosas veces; los poblados andaluces contaban con clubes anarquistas donde las personas más humildes discutían sobre el sentido de la humanidad. […] El anarquismo es, en el fondo, la más absoluta expresión de un deseo obstinado de lo imposible”.

No debería extrañarnos, entonces, que Francis Wol , en su Filosofía de la corrida, haya escogido por traducción del término técnico taurino de aguante –“no huir, no perder paso, no enmendar, no pestañear”– la simple palabra de resistencia.

La corrida de toros subleva al mundo. Y sin embargo no será muy pronto que veamos, organizada en Qatar o en otro sitio, un “mundial” de la corrida. Contrariamente a las apariencias publicitarias, la corrida de toros subleva al mundo mucho más profundamente que cualquier deporte ordinario, por la simple razón –pero esto no sería más que una hipótesis– de que existe menos gente con un balón de fútbol en el seno del corazón, y somos infinitamente más numerosos los que poseemos un fragmento informe, nuestro terrón de muerte, que subleva y late cada segundo con una bella faena. La corrida de toros traspasa el mundo pero no es mundializable, y hoy menos que nunca.

Hace falta revisitar los textos magníficos de José Bergamín en los cuales se leen tanto el corazón de la afición como el exilio y la aflicción políticas: México, Caracas, París, Madrid…, entre ellos, en algún lugar de ese recorrido, un texto de 1975 justamente titulado “Política y corrida”, homenaje al libro epónimo de Ramón Pérez de Ayala. En su insuperable testamento de tauromaquia, La música callada del toreo, José Bergamín anudaba la evidencia de los vínculos cruzados entre toro y torero, cante y baile: “El cante y el baile andaluces parecen juntarse en la fi gura luminosa y oscura del torero y el toro; de la razón y la pasión; de la verdad y de la vida; para jugarse definitivamente a cara o cruz todo eso: el todo por el todo.”

Las frases de Bergamín me han ayudado hace algunos años, a entender mejor cómo, en un espectáculo titulado precisamente Arena, el bailador flamenco Israel Galván había podido seguir el ejemplo, literalmente, del gran torero Juan Belmonte. Era el año 2004. Una década más tarde esas palabras podrían –hasta en su dimensión política– ser valiosas para comprender cómo, en su nuevo espectáculo Lo real, Galván continúa, a través de gestos tan insólitos como los de un José Tomás, sublevando al mundo (a veces contra sí mismo, puesto que algunos nacionalistas españoles han abucheado su espectáculo, irónicamente, en el Teatro Real de Madrid). O, dicho de otro modo, cómo continúa transformando para todo el mundo, aficionados o no, lo que hoy quiere decir “el mundo” del flamenco, o el “mundo del arte” en general, flamenco o no.

Presentemos las cosas de la manera más simple –sumariamente, me temo– que nos sea posible: cuando la dictadura de Franco intentaba someter la tauromaquia y el flamenco a los imperativos de una industria turística para la cual no había Costa del Sol sin corridas y otros tablados de baile español –lo que ilustra bien, en el espectáculo de Galván, el intermedio llamado “Carmen la chinche y la pulga”– se trataba de valorar el cante chico andaluz al mismo nivel que la zarzuela o la sardana, esas danzas locales más del norte de España. En suma, el mundo del flamenco –que habrán detestado por esa causa muchos intelectuales españoles de izquierda– era impuesto en los límites de un mundo regional. Se podía ir a la plaza por la tarde, luego irse a comer una paella y batir palmas, mientras los oponentes sometidos al garrote en las cárceles hacían mucho menos ruido (hay que recordar que existía, aún a comienzos de los años sesenta, en Sevilla, un campo de concentración donde trabajaban como esclavos los republicanos que purgaban sus largas condenas políticas).

Frente a esta situación, el flamenco –música viva, música del aguante, música de resistencia– se replegó rápidamente sobre un mundo paralelo y, voluntariamente, más restringido: un mundillo, un pequeño mundo de sociedades orgánicas y casi secretas que practican su arte en los bares, en las peñas, en los poblados, en el seno de las familias, formando todo ello una verdadera constelación de minúsculos “centros artísticos”. Paco Moyano, gran cantaor de Alhama de Granada me decía un día –o más bien una noche, mientras cantaba por martinete desde el fondo de un hueco en la montaña, una fuente de agua tibia– que el cante jondo era ante todo, a sus ojos, asunto de un paisaje específico o de un horizonte restringido. Y es verdad que no se canta en Lebrija como se hace, kilómetros más lejos, en Morón de la Frontera. Pedro Bacán, un día –o más bien una noche, una noche entera– me desplegó toda su genealogía familiar mostrándome cómo se cantaban las soleares del lado paterno o las alegrías del lado materno, y así en adelante, de rama en rama, hasta hacerme entrever la extensión de todo un árbol genealógico musical… Hay entonces estilos –mundos musicales– específicos de ciertas ciudades o poblados (las alegrías de Cádiz, por ejemplo), incluso de algunos barrios (la soleá de Triana) o de ciertas ramas de familias gitanas.

La otra respuesta al regionalismo folclorista ha sido la gran escuela –revolucionaria, decisiva– de los artistas internacionales, las figuras mundiales. Aquellos que han tenido la posibilidad de llevar su arte por el mundo entero, o de grabar, es decir difundir, sus discos en todas partes. Fueron primero los exilados como Camen Amaya o Sabicas, y una o dos generaciones más tarde, los conquistadores musicales entre los cuales el más célebre y el más internacional de todos es, evidentemente, Paco de Lucía. Entonces “el mundo” del flamenco se hizo “The World”, abriéndose considerablemente a otras sonoridades, otras armonías, otros timbres, otros instrumentos –desde el Rajasthan hasta el jazz o la bossa nova, e incluso la orquesta clásica entera–. Yo recuerdo, hacia el 2004, una discusión con Pedro G. Romero, quien es el amigo y el dramaturgo de Israel Galván, su proveedor de ideas, imágenes y sonido, el “maquinista”, por así decirlo, de todo el espectáculo sobre Lo real: me decía entonces que detestaba –a pesar de su admiración absoluta por el artista– la manera como Paco de Lucía llevaba el flamenco hacia la música “world”, o hacia lo que llamamos “fusión”, esa forma de diálogo consensual con las “otras” músicas del mundo. ¿Qué se obtiene a fi n de cuentas, si no el razonable compromiso del jazz latino, en el cual nadie se atreve a llegar hasta las últimas consecuencias? ¿Allí donde, por ejemplo, el inestimable compás flamenco se convierte apenas en una medida banal a tres tiempos (con el cual se obtienen hoy, desafortunadamente, los éxitos mundiales de algunos artistas, por lo demás excelentes, tales como Vicente Amigo, Tomatito o Diego el Cigala)?

Lo real inventa una configuración que rompe brutalmente –tan grave como felizmente– con todo eso. Desde entonces el “mundo del flamenco” no se busca ni del lado del regionalismo, ni en su opuesto, la mundialización. Sino del lado de la historia tanto es verdad que el mundo, lo real, son asuntos de temporalidades y de extensiones espaciales. Israel Galván ya ha intentado bailar el fi n de los tiempos: tal fue el motivo apocalíptico que sostenía su espectáculo previo, El final de este estado de cosas, redux. Ahora accede, teniendo a Pedro G. Romero como guía, al territorio menos absoluto, menos abstracto, es decir más impuro y complejo, mucho más resbaladizo, de una catástrofe en marcha: a saber, muy precisamente, el destino de las poblaciones gitanas en los tumultos de la Segunda Guerra Mundial, de la solución final hitleriana, pero también de la situación política actual en Europa.

“El mundo” quiere decir una cierta manera de mantenerse en el espacio y en el tiempo. El “mundo flamenco” ha sido comprendido con frecuencia –de manera por lo demás legítima y fecunda– a través de ciertas formas míticas de aprehensioń del espacio (“mi paisaje”) y del tiempo (“mi origen”). Pero con Lo real pasamos a otra cosa: el mundo gitano no es el de las migraciones inmemoriales o épicas desde el Rajasthan hasta la punta de Andalucía, sino la red de vías férreas –la misma que ha estudiado el gran historiador de la exterminación Raul Hilberg– utilizada para deportar a las poblaciones judías junto a los gitanos desde Tesalónica, por ejemplo, hasta Auschwitz.

De golpe el “tango griego” o rebekito cantado por Tomás de Perrate no tiene nada que ver con una tentativa de fusión musical de calidad: es el homenaje de los gitanos a los gitanos por la vía de una historia tan precisa –y mítica– como trágica. Y ese mundo no es solamente el de los gitanos aislados del mundo. Al contrario, es el mundo de los gitanos con los judíos y con los locos, con los homosexuales y con los Testigos de Jehová, sin olvidar, por supuesto, a los militantes antinazis (comunistas y anarquistas griegos, por ejemplo). Es mucho más que el mundo sólo del pasado histórico, tanto es verdad que la historia resurge a través de las catástrofes del presente, aquellas de la crisis económica europea, del paro, de las migraciones forzadas o impedidas que ostentan el olor a encierro del fascismo europeo, desde Cádiz hasta Palermo o Tesalónica, desde Bucarest hasta París o Ris-Orangis, cuando reaparecen los bulldozers y las alambradas. Lo real nos hace comprender, en esta perspectiva, que la historia de los gitanos no es más la historia mundializada de cualquier historia específica, de una minoría regional: es nuestra historia, simplemente. La historia de cada uno de nosotros, la historia en tanto que estamos implicados, como si el mundo no fuese otra cosa que una inmensa arena sobre la cual combatir a nuestros propios monstruos.

 

GEORGE DIDI–HUBERMAN, filósofo e historiador del arte. Es director de estudios de la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París

 

Aquí (clicando sobre la imagen) os dejamos el link de este artículo y de la revista «El Minotauro».  Para aquellos que estéis interesados, deciros que en este espacio digital podéis encontrar infinidad de contenidos relacionados con el mundo de la tauromaquia.

El mundo sublevado

VALLE INCLÁN Y AMIGOS
Os dejamos aquí una pincelada de libro “Juan Belmonte, matador de toros” del autor Manuel Chaves Nogales. Enlazamos la web taurophilos.com en la que podéis encontrar mas relatos y anécdotas de las que se recogen en la obra del escritor y periodista sevillano.

 

A Belmonte no le quedaba más remedio que hacer una retirada forzosa para descansar y recuperarse de todo aquel cansancio acumulado. Para ello se quedó en Madrid en la fonda del «niño del Chuzo» sita en la calle Echegaray, en ella paraban gentes relacionadas con el mundo del toro tales como toreros, novilleros que empezaban, viejos banderilleros, mozos de estoques, picadores, etc…

Comandaban aquella casa de locos tanto el propietario, «el niño del Chuzo», como D. Antonio el loco, como demandadero de la fonda.

El primero, en su juventud, quiso ser torero acabando en su madurez como bandolero a la vieja usanza, de lo que se jactaba. El segundo, a pesar de su aspecto de poca cosa presumía de creerse irresistible para las mujeres.

Todo aquello que por aquel entonces se vivía en el Madrid  pintoresco del 1913 además de la fonda, con sus huéspedes majaretas, hizo de aquel verano para Belmonte un verano divertido como si estuviese en el más confortable hotel de la villa.

La primera noche que Belmonte llega a Madrid para en el Café de Fornos donde se juntan algunos intelectuales frecuentemente para realizar tertulias entre ellos, entre estos estaban JULIO ANTONIO, ROMERO DE TORRES, VALLE INCLÁN, PEREZ DE AYALA, ENRIQUE DE MERA, SEBASTIÁN MIRANDA y algunos otros.

El esfuerzo intelectual que Belmonte tuvo que realizar durante esa etapa madrileña fue descomunal, de robar fruta en las huertas cercanas a Sevilla pasó a escuchar las tertulias filosóficas de aquellos hombres así Belmonte se limitó a pasarse horas y horas escuchando hablar de cosas que no entendía, estaba maravillado con las personalidades de aquellos intelectuales pero sobre todos ellos Belmonte con el quemas maravillado estaba era con Valle Inclán; Don Ramón miraba a Belmonte y mientras se peinaba con las púas de sus dedos afilados su barba descomunal, y le decía con gran énfasis:

-¡Juanito, no te falta más que morir en la plaza!

-Se hará lo que se pueda, Don Ramón- le contestaba Belmonte.

A aquellos intelectuales se les ocurrió hacerle un homenaje a Belmonte y al noble arte de la tauromaquia,  al primero con una copiosa comida y al segundo con la redacción de una convocatoria donde se decía que el toreo no era de más baja jerarquía estética que cualquiera de las bellas artes.

El banquete se realizó en el Retiro donde, las gentes más elegantes de Madrid, solían realizar sus banquetes; el dueño tratándose de un homenaje a un novillero dispuso la mesa de los comensales en un rinconcillo para que no importunasen al resto de la selecta clientela.

«pero llegó. D. Ramón, le pareció mal el sitio, y armó un escándalo terrible. Se fue hacia el dueño, un industrial con mucha prestancia,  que estaba en su bufetillo, y le dijo altivamente:

-¡Tú, levántate!

El hombre balbució, sorprendido e impresionado por el talante de Valle Inclán.

-¿que desea usted, señor?

-¿Donde nos has puesto, bellaco?  -gritó. Don Ramón -. ¿Dónde nos has puesto, di?

El pobre hombre, aturdido, ensayaba unas disculpas.

-Es un sitio de la casa como otro cualquiera.

-¡También es un sitio el wáter-closet! -Replicó Don Ramón- ¡Colócanos en el sitio de honor, badulaque!  ¿Sabes quiénes somos? ¿Sabes quién es este hombre? -y me señalaba con un gran ademán.

Yo quería que la tierra me tragase; me acercaba humildemente a don Ramón. Y le decía:

-Pero no se moleste usted; si yo como en cualquier parte…

-¡Que es eso! -rugía él-. ¡En el sitio de honor he dicho!

Y, efectivamente,  desalojaron a los clientes distinguidos, y allí me senté a comer, apabullado por los gloriosos hombres de los artistas y escritores que me rendían un aparatoso homenaje, sin que yo acertase a comprender bien la razón de que aquellos hombres me admirasen.»

Aquí (clicando sobre la imagen) os dejamos el link de esta entrada de la web «taurophilos.com».  

Valle Inclán y amigos

SÓLO LE FALTO MORIR EN EL RUEDO
Joaquin Vidal
EL PAIS. 20.10.84

Desde los años diez, para muchos aficionados y estudiosos taurinos la figura cumbre del toreo es Juan Belmonte. Para otros tantos, lo es Joselito el Gallo, Gallito, en los carteles de la época. Pasión y matices aparte, la polémica se entablaba en estos dos frentes: según los gallistas, Joselito podía con los toros buenos y malos, mientras Belmonte únicamente podía con los buenos; según los belmontistas, la genialidad de Belmonte con los toros buenos no la alcanzaba Joselito nunca, ni con los buenos ni con los malos.

En 1920 murió Joselito de cornada, y desde entonces ya no hay discusión: él es el torero de leyenda. Para igualarle a Belmonte sólo le faltó morir también en el ruedo. Se lo dijo una vez Valle-Inclán: «A usted, torero excepcional, lo único que le falta es morir en el ruedo». Belmonte le respondió: «Se hará lo que se pueda, don Ramón». Antonio Gala lo recordó el jueves, en una espléndida, profunda, biografía de Belmonte, dentro del programa de RTVE Paisaje configuras. 

Hubo un pasaje documental que no recogía lo más granado del toreo de Belmonte, pero sí era suficientemente esclarecedor para apreciar la pérdida de riqueza artística que ha sufrido la fiesta: en su muleteo de recurso a un toro terciado y manso se sucedían multitud de suertes. Durante los escasos segundos que duró en pantalla el trasteo, Belmonte dio más cantidad de pases diferentes que los que se ven en toda una feria de San Isidro.

«Se hará lo que se pueda». A los públicos de la época les parecía que, en efecto, Belmonte hacía lo que podía para morir en el ruedo, porque el claroscuro de su figura mal conformada frente al torazo, que obligaba a embestir ceñido, literalmente pisándole su terreno, recreaba la lidia en una versión patética.

Fue el asombro , fue El Pasmo de Triana, y los intelectuales de entonces quisieron conocer, luego frecuentar, interpretar al cabo, a aquel hombre cuya fealdad se transfiguraba en hermosura de héroe cuando, torero de luces, fundía toro y suerte y provocaba en los tendidos un alarido de angustia.

Para tratadistas del toreo, sin embargo, estampa y patetismo no eran más que valores tangenciales de una creatividad que hizo de inmediato escuela y produjo la gran revolución en el arte de torear. El mismo Joselito procuró asimilar la técnica de Belmonte, y desde entonces es dogma. El dominio del toro, que desde Cúchares y demás padres de la tauromaquia era ejercicio movido, atlético, esforzado y acaso violento también, lo convirtió Belmonte en quieto, dramáticamente próximo al peligro, estético. Y para ejecutar el canon de los tres tiempos según demandaba la nueva liturgia, depuró el sentido del temple hasta elevarlo a categoría fundamental del toreo.

No fue un toro en la arena el que le dio muerte: él mismo fue, colmado de popularidad y riqueza, cuando, habiéndolo recibido todo de la vida, tuvo que aceptar también la siniestra dádiva de la enfermedad, el desengaño y la depresión. Sobrevivir en la lidia le ha impedido la entrada en la galería de los toreros de leyenda. Pero acaso sea fortuna para su biografía y para la fiesta misma, porque alcanzó la inmortalidad, cimero entre los más importantes diestros de la historia de la tauromaquia.

Aquí os dejamos el link de este artículo publicado en EL PAÍS y escrito por el mítico crítico y cronista taurino Joaquín Vidal.
https://elpais.com/diario/1984/10/20/radiotv/467074801_850215.html


EL TOREO COMO CREACIÓN RADICAL

VICTOR JAVIER VÁZQUEZ ALONSO, doctor en Derecho por la Universidad de Salamanca y profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Sevilla nos deja en nuestro Facebook una reflexión en relación al carácter radical del arte del torero.

Podéis encontrar el video en este link: https://fb.watch/23TGcye3hU/

CONVERSACIÓN CON ENRIQUE MORENTE

Con motivo de la grabación de la música que Enrique Morente hizo para la película «Currito de la Cruz» la revista LA CAÑA publicó la entrevista que aquí os dejamos.

Entrevista La Caña Morente_Currito de la Cruz

 

VISCA GALLET!!!!
Paco March
Texto extraído de la revista Minotauro, revista dirigida por Antonio Pradel, uno de los participantes en el coloquio que celebraremos en la Sala Sandaru el próximo 03/12/2020

A José Gómez Ortega los carteles lo anunciaban como Gallito o Joselito; la prensa escribía sobre él nombrándolo indistintamente, como los aficionados y los públicos. Pero en Barcelona, donde toreó más de sesenta corridas, era también «Gallet».

Desde su presentación el 10 de octubre de 1912 en El Torín, la plaza de toros construida en el barrio pescador de la Barceloneta, hasta la que fue su última tarde sin saberlo el 6 de mayo de 1920 en la Monumental (diez días antes de la cita con Bailaor en Talavera), el torero de Gelves había impactado (como ocurrió en todo el planeta taurino) en una afición que muy pronto catalanizó su apodo. Una afición, una ciudad, dividida en sus preferencias por José (Gallet) y Juan (Belmonte), dualidad presente en todas las épocas fundacionales de la historia del toreo.

El Torín (1834-1923), Las Arenas (1900-1977), El Sport (1914-1915) y La Monumental (1916 y aún, sin toros, orgullosamente alzada), que durante años simultanearon la programación de festejos taurinos, incluso coincidiendo el mismo día, hicieron de Barcelona la primera ciudad taurina del mundo.

La efímera vida de El Sport, remodelada para ser La Monumental, pasando de una capacidad para 12.000 personas a casi 20.000, tiene (mucho) que ver, claro, con Joselito, tanto por su visionario y audaz empeño por democratizar el acceso a las plazas de toros de las capitales más importantes, como por su antes mencionada impronta en la sociedad y afición barcelonesas.

Joselito, que estuvo junto a Vicente Pastor en el acto de presentación de la plaza del Sport, no se anunció en el festejo inaugural del 12 de abril de 1914 (toros de Veragua para Manuel Mejías Bienvenida, Curro Martín Vázquez y Torquito), que coincidió con el que, una hora después, tenía lugar en Las Arenas, al otro extremo de la Gran Vía barcelonesa. Y, al día, siguiente, hubo novillada en El Torín. Todas ellas, según los revisteros de la época («lleno a rebosar», «no hay billetes»…) con gran asistencia de público.

Cuatro días después, junto a su hermano Rafael el Gallo, hizo el paseíllo en esa plaza del Sport que, sin saberlo entonces, sólo albergaría con ese nombre, y por una temporada, veintitrés festejos, en varios de los cuales, como el último, el 11 de octubre, estuvieron presentes los hermanos Gómez Ortega.

Las obras de remodelación y ampliación se acometieron y acabaron en tiempo récord y, tras sólo un año sin toros en aquel recinto, el 27 de febrero de 1916, Joselito, Francisco Posada y Saleri II, con toros de Benjumea, empezaron a escribir una historia interrumpida noventa y seis años después pero que, tal vez, aún no tiene escrito su capítulo final.

El primer toro que pisó el albero de La Monumental llevaba por nombre Listero, un manso pregonao al que José trasteó con técnica solvente. Esa temporada inaugural, torearía ocho tardes más en Barcelona, aunque paradójicamente sólo una en La Monumental, y el resto en Las Arenas.

Antes y después de que La Monumental completara el trío de cosos taurinos de Barcelona, fueron muchas las tardes, los triunfos logrados en ellos por el maestro de Gelves. La afición catalana, la sociedad barcelonesa, decíamos, lo hicieron suyo, y si su hermano Rafael era «El Gallo», José fue «Gallet».

A este respecto, permita el lector remitir a la cita del pintor y poeta Santiago Rusiñol rememorando un encuentro casual con El Gallo, en la que, aunque el protagonista no es José, sí queda de manifiesto la magnitud taurina de Barcelona y el entusiasmo de sus gentes con el toreo. Escribe Rusiñol: «Hemos tenido la gran honra de comer con El Gallo… le hemos tenido cerca, le hemos podido tocar, darle la mano, lo que desearía el 80 por ciento de españoles y el 98 por ciento de catalanes, que llenan incluso los días de trabajo las tres grandes plazas de la laboriosa Barcelona. El Gallo, un buen torero que se gana honradamente la vida y que ha dicho cosas de Barcelona de las que han de estar agradecidos todos los partidos de la ciudad, tanto los que tiran a la derecha como los que se decantan por la izquierda. Nos ha dicho, y nos llena de alegría, que Barcelona es la ciudad de nuestra España que más exalta su oficio, la que tiene más afición a los toros. Nos ha dicho que quería tanto a este público, que lo deja todo por ir a verlo a él de luces, que si no fuera andaluz de nacimiento querría ser hijo de Cataluña, porque cree que en ningún otro lugar se quiere más a los hombres que valen. Y después de beber sin porrón, porque no lo teníamos, nos ha prometido que mientras toree y le quede piel por agujerear, piernas para correr, capa y muleta, siempre recordará la tierra que más quiere al toreo, como lo demuestra con las tres plazas. Y nos hemos abrazado. Y llorábamos».

La Barcelona que vio por primera vez a Gallet en 1912 acababa de dejar atrás la Semana Trágica.  La ciudad bullía en las calles y en las fábricas, con un movimiento sindical de inspiración anarquista. Huelgas, violencia callejera y represión policial en difícil convivencia con las señales de lo que los años veinte depararía. Y el toreo como lugar de encuentro; pueblo y burguesía, sol y sombra, pasiones desatadas. José y Juan.

En la temporada de 1919 protagonizaron ambos dos tardes en La Monumental (a plaza llena) que, por distintos motivos, quedaron en el frontispicio de su historia, en la memoria colectiva del toreo. El 16 de marzo, en presencia de Belmonte, Joselito daba la alternativa a su cuñado, Ignacio Sánchez Mejías, con toros de Martínez. Tres días después, frente a toros de Benjumea, José y Juan protagonizan un mano a mano triunfal que desata la locura en los tendidos.

Sí, Joselito fue Gallet en Barcelona, en cuyo Hotel Oriente, en las Ramblas, se vestía los días de corrida y en el que nada queda de su esplendor taurino, ni tan siquiera la placa que recordaba que en la habitación 1 se alojaba Manolete. Tampoco está ya en el bar Los Toreros de la calle Xuclá, la «sede» de la que fue seña decana de Barcelona: Los de Gallito y Belmonte.

Pero así que pasen cien años, la Barcelona taurina sigue gritando: ¡Viva Joselito! ¡Visca Gallet!

Paco March es periodista, crítico taurino y presidente de la Federación de Entidades Taurinas de Cataluña

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Coloquio
La afición: toros, flamencos y policía de espectáculos.
Pedro G. Romero & Antonio Pradel
Jueves 3 de Diciembre a las 19 Hs
Aforo Reducido. 
Acceso por invitación con inscripción previa.
Sala Sandaru – C/ Buenaventura Muñoz, 21, Barcelona